Agosto
Sol, calor, verano, Costa del Sol y agosto… Podríamos esperar las playas atestadas de turistas, peleando por un hueco en la arena y con la única música del ruido de los chiringuitos de fondo, pero en lugar de eso, decidimos vidorrear en una de las playas naturales de Málaga, en la playa de Las Alberquillas, en Maro.
Una vez que dejas la autovía y comienzas a bajar a la costa, la carretera se convierte en un gran compañero de viaje: la fábrica de azúcar, el pueblo de Maro, el desfiladero de curvas y calas inaccesibles… Te transportas a otra época, cuando el paisaje de la carretera era la verdadera aventura del viaje.
Paramos en el mirador y nos decidimos por la playa Las Alberquillas, una de las más bonitas tanto si el mar te permite bucear y descubrir su fondo marino como si las olas rompen con tanta fuerza que te advierten que es mejor permanecer en la orilla.
Bajamos la cuesta que nos lleva al paraíso. Sí, todo paraíso requiere de un sacrificio. La bajada es sencilla, 10 o 15 minutos caminando por un sendero de arena y piedra en el que no puedes evitar parar y tomar una instantánea de lo que te espera abajo.
Cuando llegamos a la playa, el ruido del rompeolas es ensordecedor, olas de 2 metros de altura nos reciben con energía arrastrando piedras como si de una batidora se tratara. Tumbados en la arena, protegidos con nuestra sombrilla y con el único ruido del mar de fondo pudimos disfrutar de este enclave natural.
El atardecer nos sorprendió aún en la playa y nos regaló otro de esos momentos en los que basta con estar justo ahí.
La noche la pasamos en un pueblo blanco andaluz tan pintoresco como encantador, Frigiliana. A tan solo 10 minutos de la playa, nos encontramos en plena unión de las sierras Tejeda, Alhama y Almijara. Campo, cabras montesas, aguacates y mangos decoran el camino hasta llegar a La Posada Morisca, todo un descubrimiento
Las fabulosas vistas del campo, de Frigiliana y el Mediterráneo de fondo rivalizan con cada uno de los detalles de este acogedor hotel rural. Lavabos de cerámica, lámparas morunas, hamacas en cada una de las terrazas de las habitaciones, música ambiental… Una decoración con estilo y gusto. Desde luego, un lugar de 10.
La cena estuvo a la misma altura, ensalada ligera, dorada y atún rojo, obra de Javier, el cocinero del hotel. Listos para terminar el día, nos recostamos en las tumbonas de la terraza de nuestra habitación, pudiendo disfrutar de un cielo cargado de estrellas, buscando alguna que otra constelación. Morfeo vino a buscarnos y, apaciblemente, nos dejamos recoger.